Nunca pensé que un viaje pudiera quedarse atrapado en un aroma. Llegué a Bogotá con la ilusión de descubrir un país vibrante, lleno de montañas que parecían tocar el cielo y de cafés que te envuelven en cada esquina. Pero lo que terminó sorprendiéndome no fue solo el paisaje ni la música que se cuela en cada calle… sino algo mucho más sutil, invisible, casi secreto: los perfumes árabes en Colombia.

Lo cuento y sonrío, porque fue un hallazgo inesperado. Una tarde, alguien me habló de Lunare, una tienda online especializada en perfumes árabes. Yo pensaba que estas fragancias exóticas, cargadas de oud, ámbar y rosa damascena, solo podían conseguirse en mercados lejanos del Medio Oriente.

Y de pronto me decían que aquí, en este país que acababa de pisar, había un rincón digital que las traía al alcance de un clic. Entré por curiosidad y terminé quedándome por fascinación. Cada descripción era un viaje en sí mismo: especias que ardían como fuego, flores que parecían abrirse solo de noche, maderas que contaban secretos antiguos. Era imposible no dejarse llevar.

El hallazgo inesperado: perfumes árabes en Colombia

Recuerdo perfectamente el día en que recibí mi primer frasco de Lunare. El paquete era sencillo, pero cuando lo abrí sentí que estaba desatando un tesoro. El vidrio brillaba con discreción, y al primer rocío sobre mi muñeca… uff. Era como si alguien me hubiera contado una historia antigua al oído. Una mezcla de miel, humo y misterio que se quedó pegada en mi piel como una segunda voz.

Ese día entendí que los perfumes árabes no son simplemente fragancias. Son relatos que se susurran en silencio, memorias que no necesitan palabras para hacerse sentir. Caminando por Bogotá, cada paso se convirtió en un gesto diferente. Había algo en cómo la gente giraba la cabeza, como si intentara reconocer de dónde venía ese aroma. Y yo, en silencio, sonreía.

A los pocos días, paseando por la Candelaria, una mujer me detuvo. “Disculpa, ¿qué perfume usas? Me recuerda a mi abuela que venía de Medio Oriente.” La pregunta me dejó helada.

Sin darme cuenta, había tocado un recuerdo que no era mío, sino de ella. Y en ese instante, frente a una desconocida que me invitó a tomar chocolate caliente en una cafetería diminuta, descubrí lo que nadie me había contado: los perfumes árabes en Colombia no solo son un lujo, son un puente entre memorias y raíces.

Aromas que despiertan memorias y encuentros

Después de Bogotá viajé a Medellín, y ahí los aromas se convirtieron en mi compañía más fiel. La ciudad de la eterna primavera me envolvió en flores, risas y paisajes que parecen sonreír incluso en los días de lluvia. Pero lo que me sostuvo fue ese pequeño ritual de rociar unas gotas antes de salir.

Había elegido un perfume con notas de oud y vainilla, uno de esos que parecen abrazarte por dentro. Al usarlo, me sentía distinta: más fuerte, más segura, más yo. Y no era solo mi percepción. Una amiga paisa me dijo un día, medio en broma medio en serio: “Con ese perfume caminas como si supieras un secreto que nadie más sabe.” Y tal vez era cierto. El secreto estaba en cómo esas notas viajaban conmigo, cómo contaban una historia sin necesidad de abrir la boca.

Es curioso, pero cada vez que hablaba con otras mujeres en Colombia sobre estos perfumes, muchas no sabían que podían conseguirlos. Creían que eran objetos inalcanzables, reservados para quienes viajaban a Dubái o Marruecos. Y yo, con complicidad, les mostraba Lunare. Porque al final, lo más hermoso de estos aromas es compartirlos, dejar que otra mujer descubra ese poder silencioso que solo un perfume árabe puede dar.

Lo noté en más de una ocasión: cuando alguien se acercaba a abrazarme, siempre había un comentario. “Qué rico hueles.” “Me recuerda a algo, no sé a qué.” “Ese perfume tiene personalidad.” Y ahí estaba la magia. No se trataba de que el aroma fuera dulce, fuerte o elegante, sino de que evocaba. Traía memorias escondidas, despertaba emociones que no podían nombrarse. Y eso, créeme, no lo logra cualquier fragancia.

El ritual secreto de cada día

Al final de mi viaje, los perfumes se habían convertido en mi ritual más íntimo. No importaba si estaba agotada después de caminar por las calles empinadas de Medellín o de recorrer los cafetales de Quindío: cada noche, antes de dormir, sacaba uno de mis frascos de Lunare y dejaba caer una gota en la almohada. Era mi refugio secreto.

No era un lujo superficial. Era algo mucho más profundo. Era recordarme a mí misma que, aunque estaba lejos de casa, llevaba conmigo un pedacito de historia. Que yo también podía construir memorias nuevas, en otro país, con otro idioma, pero siempre con un hilo invisible que me conectaba con algo más grande.

Creo que eso es lo que más me conmovió: entender que estos perfumes no son solo “cosas que huelen bien”. Son identidad. Son herencia. Son relatos que viajan en frascos y se posan sobre la piel para no irse nunca. Porque el olor no se olvida. Porque cuando dentro de diez años huela ese mismo oud con vainilla, sé que voy a volver a verme caminando por las calles de Medellín, riendo bajo la lluvia, tomando café con nuevas amigas.

Y esa es la magia: los perfumes árabes en Colombia no solo existen, se viven. Están ahí, esperándonos para contarnos historias que no necesitan palabras. Para darnos fuerza en los días grises. Para hacer que alguien nos detenga en la calle y nos diga: “Me recuerdas a alguien que quise mucho.”

Hoy, cada vez que entro a Lunare y veo sus colecciones, siento que estoy abriendo un álbum de fotos invisible. Cada frasco es una página, cada aroma una escena. Y aunque mi viaje terminó, los perfumes se quedaron conmigo. Contando, en silencio, la historia más hermosa de todas: la de ser mujer, viajera, y llevar en la piel la memoria de un país que me abrazó con fragancias que jamás pensé encontrar tan cerca.

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